sábado, 10 de diciembre de 2011

Reseña

Buenos días jardín; las nubes descargan su alegría sobre mi ventana ajenas a la melancolía que puedan provocar. Ellas son así.
Os recomiendo un libro que tengo entre mis patitas: "El negro artificial y otros relatos", de Flannery O´Connor. Fantástico. Me quedo, por ahora, con "Un hombre bueno es difícil de encontrar", que creo que además, ha sido comentado en la Escuela.
Besos de sábado,
Carmen.

viernes, 25 de noviembre de 2011

Flannery O´Connor

Estoy leyendo la obra de esta mujer "El negro artificial y otros escritos". Historias duras, pero contandas con una magia terrorífica que engancha y atrae. Os lo recomiendo para l@s que todavía no la hayáis disfrutado.
Besos de tarde entre letras y ganas de disfrutar.

domingo, 6 de noviembre de 2011

Corazón de niño


Como tantas veces había hecho de niño, al llegar se sentó en el último banco. Sus ojos rastrearon la nave de la iglesia: apenas diez personas demasiado ocupadas en sus rezos como para mirarle. Se acercó con calma al retablo y fue encendiendo una a una las velitas a los pies del santo; sin echar ni un céntimo.

Sonriendo, volvió a su sitio; quería quedarse a disfrutar de su travesura. Ya no tenía que salir a toda prisa; y tampoco temía ya que alguien le tirase de las orejas. A sus casi ochenta años, la edad le había concedido por fin el camuflaje perfecto.

domingo, 30 de octubre de 2011

Mi abuelo

Tenía un físico impresionante, alto, delgado, fuerte y fibroso. En su cabeza, coronada por un pelo gris, dominaba una nariz aguileña por encima de unos labios muy finos. Pasábamos juntos mucho tiempo, solía contarme cuentos e historias divertidas de cuando era joven, y algunos sábados por la mañana íbamos a ver el entrenamiento de nuestro equipo favorito.

Aquel sábado no fuimos al entrenamiento. Le pedí que me llevara y me dijo que no podía ser. Ante mi insistencia, me contestó muy serio que tenía que resolver un asunto, me dio un beso y se fue. Observé cómo se alejaba, y cuando dobló la esquina le seguí. Anduvo con paso rápido por diversas calles en dirección a las afueras de la ciudad; y yo, tras él, a cierta distancia, camuflado entre la gente.

Habían pasado unos quince minutos, cuando se paró en la esquina de una calle estrecha. Antes de internarse en ella miró hacia atrás por si alguien le seguía. No me vio porque me oculté en el quicio de una puerta. Cuando salí ya no estaba. Al llegar a la esquina, me asomé con cautela al interior de la calle. Bueno, más que de una calle, se trataba de un callejón sombrío, sin salida, y en cuya pared izquierda, detrás de un contenedor de basura, había una puerta desvencijada de madera. Como no tenía picaporte, la empuje con precaución y se abrió tras un leve chasquido. Pasé al interior, estaba oscuro, y cuando mis ojos se acostumbraron, vi a mi derecha una escalera que descendía, probablemente a un sótano. Por ella subía una tenue claridad. Decidí bajar, y mientras lo hacía, mi corazón bombeaba alocado en el pecho. A medida que me aproximaba al final, iba percibiendo un murmullo de voces y, después, algunos cantos.

La escalera desembocaba en una cueva amplia, en cuyo centro había dibujado un círculo con velas, y a su alrededor, unas cuantas personas encapuchadas y vestidas de negro. Mi abuelo era el único que tenía la cabeza descubierta. Dentro del círculo, una cabra estaba atada a un poste.

Al verme aparecer en la estancia, todos callaron y me miraron fijamente. Yo también les miré, sin pestañear, con la boca abierta y los pies pegados al suelo. Durante un minuto que me pareció eterno, mi abuelo clavó en mí sus penetrantes ojos azules. El silencio era denso; y el olor a humedad, cera y humo lo impregnaba todo. Nadie se movió, nadie habló y, por así decirlo, nadie respiró hasta que mi abuelo, haciendo un ademán con la mano, me dijo: “Acércate, hijo”, y el sonido de su voz potente rebotó en las paredes de la cueva. Permanecí inmóvil y dudé entre acercarme o salir huyendo. Todos me observaban expectantes, iluminados por la luz de las velas, mientras se oía el chisporroteo de los pábilos al quemarse. Por fin, sin darme apenas cuenta, avancé un paso.

Luis González.

viernes, 21 de octubre de 2011

EL JARDÍN ESTÁ DE FIESTA!!!
ES EL CUMPLE DE NUESTRA QUERIDA ROSANA!!!
FELICIDADES REINA!!!!

lunes, 8 de agosto de 2011

Huellas


Ella supo que estaba muerto mucho antes de que los bomberos tirasen la puerta abajo; mucho antes de que el olor llegase a ser insoportable e incluso mucho antes de que sus padres lo echasen tanto de menos como para venir a buscarlo. Lo supo incluso antes de que él mismo decidiese tomarse todas aquellas pastillas. Incluso antes.

Elisa llevaba muchos años limpiando aquel edificio y escuchando sin ser vista. Conocía todos y cada uno de los cristales, pasamanos, rincones y suciedades que se acumulaban en las esquinas y en los corazones de sus inquilinos. Había eliminado con su fregona muchas cosas, pero sobre todo, pisadas; pisadas que dibujaban historias prohibidas sobre el mármol del suelo; huellas que llegaban de la calle y en su lenguaje se aferraban al suelo murmurando los secretos que cobijaban. Y ella había aprendido a descifrarlas, a leerlas y también a alimentarse, día a día y escobazo tras escobazo, de todas aquellas miserias. Acumulaba, como si fuesen un botín, secretos de pasiones prohibidas y desencuentros. Esas eran las que más le atraían. Le gustaba saber que la vida de los demás era difícil y dura en muchas ocasiones. Que el aburrimiento y la soledad no sólo le esperaban a ella al llegar a casa por la noche. Disfrutaba con el dolor ajeno. De alguna forma se sentía menos cansada, más reconfortada.

Con Pablo tenía un presentimiento. Aquel vecino, lento y ojeroso, había despertado suinterés desde el primer momento. Había llegado hacía sólo un par de meses, en una tarde fría de octubre, con una planta mustia entre las manos y muy pocas palabras. Los murmullos de los vecinos hablaban de un divorcio; sus pisadas a Elisa además le hablaban de desesperación .Y no se equivocó; enseguida comprobó con satisfacción que el nuevo inquilino del tercero no salía a trabajar, ni se iba de fiesta, ni siquiera a hacer alguna compra . Nada. No había visitas, amigos ni compañía. Ella tan sólo podía encontrar unas cuantas huellas de sus pasos, día tras día, poco después de amanecer. Eran las de unos pies desnudos, los de él, arrastrados sin misericordia cada mañana, por el mármol recién fregado; unos pies que se alejaban de la puerta de su piso a lo largo del pasillo para llegar hasta la escalera, detenerse y volver de nuevo a la puerta de su casa. Y así varias veces hasta volver de nuevo a cerrar la puerta, en un peregrinaje obsesivo que parecía no tener fin. Pero Elisa sabía que sí, que el límite existía. La desesperación siempre tiene un límite. Y estaba convencida de que el final estaba ya muy cerca. Sólo era cuestión de esperar. Así lo hizo. Se limitó a fregar y a esperar.

Y el fin llegó; y con él un trasiego de pisadas que llegaron llenándolo todo con lamentos y preguntas que nadie supo responder. Nadie. Unos susurraron que aquello había sido terrible; alguien dijo que la vida era muy difícil de entender a veces; otros, simplemente se encogieron de hombros. Algunos se consolaron diciendo que esto era algo no del todo inesperado, por desgracia. Al final todos se fueron marchando. Y se llevaron a Pablo. Allí sólo quedo Elisa, limpiando el suelo de la entrada y molesta porque con tanta gente que había venido, ahora le tocaría fregar el rellano del tercero otra vez.

domingo, 17 de julio de 2011

Una entradita al blog después de tanto tiempo. Ojalá les guste.

Cariños.

Esther


MI SOMBRA

Atorado en la garganta de la tierra

ciego de agua en ramos negros

redescubro un miedo antiguo.

Las raíces atraviesan mi costado

broto bosques de silencio

me introduzco en los ojos de la sombra

desde el viento desdibujo las pisadas

precipito tardíamente los caminos.

Desplumando maldiciones

solo logro soñar pájaros de piedra

Un espacio reducido se apodera de mi muerte

Me resisto con las garras que procura la violencia

animal de lo perpetuo

La mezquina lucidez de la distancia enriquece los recuerdos

Mi memoria reverbera soles blancos

mares verdes cielos amplios. No sucumbo.

Las raíces se desprenden de mi cuerpo como lianas

Ágilmente reptan muros por encima del silencio

Tu corriente me conduce.

Río arriba las estrellas transparentan humedales.

Vuelvo entero del ataque de mi sombra

Recupero amaneceres lunas lluvia bosques tiempo

En la arena tu vestido de las manos como nidos

Tu cabello rojo incendio entre mis dedos.

Interesante noticia para septiembre

Una abeja rechoncha y deliciosa, enredada en mi tela, quiso ganarse mi clemencia y me confesó el gran secreto:
...en septiembre Ana Mª Shua va a dar una clase magistral en la Escuela de Escritores; son 20€ de entrada . Será el día 6 de septiembre y durará dos horas, hablará de micros y cómo los trabaja ella...

No le sirvió de mucho la información a esta pobre infeliz, pero es posible que vaya, pienso mientras me deleito con sus restos.

jueves, 14 de julio de 2011

Nada

Escribías en un afán loco de liberarte, de desprenderte. Sin tregua, sin destino. Fuiste abandonándote, poco a poco, entre renglon y renglón, derramando lágrimas, letras y vida.
Ahora, yo, te busco entre las palabras que componen tu relato.
No estás.
Ya no queda nada.

sábado, 9 de julio de 2011

Libros recomendados

Hola jardín!
Acabo de terminar un libro de relatos de Ángel Zapata: "Las buenas intenciones y otros cuentos", de Páginas de Espuma, que os recomiendo.
Por aquí está lloviendo con alegría, así que ahora continúo con "El temor del cielo" de Fleur Jaeggy, de Tusquets, que también me está haciendo disfrutar.
Que tengáis un buen día!
Besos,

Carmen.

martes, 5 de julio de 2011

Y duele


Porque alzaste el vuelo
cuando yo acababa de vender,
por tí,
mis alas.

miércoles, 1 de junio de 2011

La Piscina

Yo tenía once años de edad, y por mucho tiempo que pase, jamás olvidaré lo que ocurrió aquel día del mes de agosto.
Pasábamos las vacaciones de verano en la casa que mis padres tienen en el pueblo. Mi hermana pequeña y yo habíamos decidido ir a la piscina. Llegamos a las doce, sólo había una pareja tomando el sol. El agua estaba limpia y el césped de alrededor, muy cuidado, despedía un agradable olor a hierba recién cortada. Todo era muy agradable, con un único inconveniente: en las cuatro duchas, situadas en las esquinas de la piscina, pululaban bastantes avispas. No las aguanto, les tengo verdadera aversión desde que me picaron varias a la vez cuando era aún más pequeño.
Poco a poco fueron llegando más personas. Primero, dos chicas jóvenes, después, una familia compuesta por los padres y dos niños pequeños, uno de ellos casi bebé, que en lugar de bañador llevaba un pañal.
En aquella época yo no era buen nadador. Me defendía, como suele decirse, para no ahogarme. Bueno, actualmente tampoco es que esté para muchos más alardes, todo hay que decirlo.
Lo que ocurrió fue lo siguiente: yo nadaba cerca del bordillo, en la parte donde la piscina era más profunda, cuando mi hermana se me acercó por detrás.
- Hola – me dijo –
Y al decirlo, se agarró a mi cuello como tabla de salvación. Me asusté, empecé a chapotear. Ella chilló y se agarró aún más fuerte. El nerviosismo hizo que nos agarrotáramos, nuestros cuerpos pesaban más y nos hundíamos. Yo agitaba brazos y piernas frenéticamente, mientras nos sumergíamos y salíamos a la superficie una y otra vez. Pero no avanzábamos ni un centímetro en dirección al bordillo. Bordillo que yo veía tan cercano, tanto cuando sacaba la cabeza del agua, como cuando abría los ojos, con pavor, debajo de ella.
Seguía chapoteando y chapoteando sin parar y sin ningún resultado, cuando sentí un empujón en la espalda que me ayudó a alcanzar el borde de la piscina. Mi hermana y yo nos aferramos a él, jadeando entrecortadamente y boqueando como peces fuera del agua. Recuperé poco a poco el resuello y volví la cabeza para ver quién nos había ayudado. Ví que el padre de aquella familia, salía del agua por la escalera del lado opuesto. Él había visto nuestra situación de peligro y, resuelto, se había lanzado al agua para ayudarnos. No nos dijo nada y volvió con los suyos, quizás pensó que ya estábamos bastante nerviosos como para que, encima, nos dijera algo.
Salimos del agua y grité a mi hermana. “¡Nunca más se te ocurra agarrarte a mí mientras nademos en la parte profunda de una piscina! ¿Es que no te das cuenta que casi nos ahogamos?”. Ella hizo pucheros, a punto de llorar pero no lloró. Sentados en el césped, permanecimos un rato en silencio con la cabeza gacha. Luego le di un beso e intentamos que la jornada transcurriera de la forma más normal posible. De vez en cuando, miraba subrepticiamente al señor que nos había salvado la vida. Dudaba entre acercarme o no para darle las gracias. Algo me retenía y no me atreví. Me sentía como avergonzado, no sabía bien por qué. Al final decidí no hacerlo, pero me sentía a disgusto conmigo mismo.
Poco después de las seis de la tarde, los cuatro se prepararon para marcharse. Los niños lloraban porque no querían irse. El padre, un hombre de unos cuarenta años con barba, al pasar por nuestro lado se acercó y me acarició la cabeza.
- ¿Cómo te encuentras?
- Bien, muchas gracias – balbuceé en voz muy baja y mirando al suelo.
- Venga chaval, no te preocupes. Anímate – sonrió y empezó a alejarse.
- Gracias, señor, por salvarnos la vida.
Lo dije sin levantar la cabeza, con los ojos encharcados y la voz quebrada por un inicio de llanto. Se volvió, se acercó de nuevo, me abrazó y me besó en la cabeza. Sin decir nada más, se fueron y, mientras lo hacían, el mayor de sus hijos le preguntó: “¿papá, ese niño estaba llorando?

Han pasado muchos años, pero recuerdo con nitidez cada detalle de lo que ocurrió aquel día. Y, actualmente, si alguno de mis hijos se me acerca cuando estamos en el agua le digo, con cierto nerviosismo, creo yo.
- ¡Ni se te ocurra agarrarte a mí donde no hagamos pie!



Luis González.