miércoles, 1 de junio de 2011

La Piscina

Yo tenía once años de edad, y por mucho tiempo que pase, jamás olvidaré lo que ocurrió aquel día del mes de agosto.
Pasábamos las vacaciones de verano en la casa que mis padres tienen en el pueblo. Mi hermana pequeña y yo habíamos decidido ir a la piscina. Llegamos a las doce, sólo había una pareja tomando el sol. El agua estaba limpia y el césped de alrededor, muy cuidado, despedía un agradable olor a hierba recién cortada. Todo era muy agradable, con un único inconveniente: en las cuatro duchas, situadas en las esquinas de la piscina, pululaban bastantes avispas. No las aguanto, les tengo verdadera aversión desde que me picaron varias a la vez cuando era aún más pequeño.
Poco a poco fueron llegando más personas. Primero, dos chicas jóvenes, después, una familia compuesta por los padres y dos niños pequeños, uno de ellos casi bebé, que en lugar de bañador llevaba un pañal.
En aquella época yo no era buen nadador. Me defendía, como suele decirse, para no ahogarme. Bueno, actualmente tampoco es que esté para muchos más alardes, todo hay que decirlo.
Lo que ocurrió fue lo siguiente: yo nadaba cerca del bordillo, en la parte donde la piscina era más profunda, cuando mi hermana se me acercó por detrás.
- Hola – me dijo –
Y al decirlo, se agarró a mi cuello como tabla de salvación. Me asusté, empecé a chapotear. Ella chilló y se agarró aún más fuerte. El nerviosismo hizo que nos agarrotáramos, nuestros cuerpos pesaban más y nos hundíamos. Yo agitaba brazos y piernas frenéticamente, mientras nos sumergíamos y salíamos a la superficie una y otra vez. Pero no avanzábamos ni un centímetro en dirección al bordillo. Bordillo que yo veía tan cercano, tanto cuando sacaba la cabeza del agua, como cuando abría los ojos, con pavor, debajo de ella.
Seguía chapoteando y chapoteando sin parar y sin ningún resultado, cuando sentí un empujón en la espalda que me ayudó a alcanzar el borde de la piscina. Mi hermana y yo nos aferramos a él, jadeando entrecortadamente y boqueando como peces fuera del agua. Recuperé poco a poco el resuello y volví la cabeza para ver quién nos había ayudado. Ví que el padre de aquella familia, salía del agua por la escalera del lado opuesto. Él había visto nuestra situación de peligro y, resuelto, se había lanzado al agua para ayudarnos. No nos dijo nada y volvió con los suyos, quizás pensó que ya estábamos bastante nerviosos como para que, encima, nos dijera algo.
Salimos del agua y grité a mi hermana. “¡Nunca más se te ocurra agarrarte a mí mientras nademos en la parte profunda de una piscina! ¿Es que no te das cuenta que casi nos ahogamos?”. Ella hizo pucheros, a punto de llorar pero no lloró. Sentados en el césped, permanecimos un rato en silencio con la cabeza gacha. Luego le di un beso e intentamos que la jornada transcurriera de la forma más normal posible. De vez en cuando, miraba subrepticiamente al señor que nos había salvado la vida. Dudaba entre acercarme o no para darle las gracias. Algo me retenía y no me atreví. Me sentía como avergonzado, no sabía bien por qué. Al final decidí no hacerlo, pero me sentía a disgusto conmigo mismo.
Poco después de las seis de la tarde, los cuatro se prepararon para marcharse. Los niños lloraban porque no querían irse. El padre, un hombre de unos cuarenta años con barba, al pasar por nuestro lado se acercó y me acarició la cabeza.
- ¿Cómo te encuentras?
- Bien, muchas gracias – balbuceé en voz muy baja y mirando al suelo.
- Venga chaval, no te preocupes. Anímate – sonrió y empezó a alejarse.
- Gracias, señor, por salvarnos la vida.
Lo dije sin levantar la cabeza, con los ojos encharcados y la voz quebrada por un inicio de llanto. Se volvió, se acercó de nuevo, me abrazó y me besó en la cabeza. Sin decir nada más, se fueron y, mientras lo hacían, el mayor de sus hijos le preguntó: “¿papá, ese niño estaba llorando?

Han pasado muchos años, pero recuerdo con nitidez cada detalle de lo que ocurrió aquel día. Y, actualmente, si alguno de mis hijos se me acerca cuando estamos en el agua le digo, con cierto nerviosismo, creo yo.
- ¡Ni se te ocurra agarrarte a mí donde no hagamos pie!



Luis González.