domingo, 30 de octubre de 2011

Mi abuelo

Tenía un físico impresionante, alto, delgado, fuerte y fibroso. En su cabeza, coronada por un pelo gris, dominaba una nariz aguileña por encima de unos labios muy finos. Pasábamos juntos mucho tiempo, solía contarme cuentos e historias divertidas de cuando era joven, y algunos sábados por la mañana íbamos a ver el entrenamiento de nuestro equipo favorito.

Aquel sábado no fuimos al entrenamiento. Le pedí que me llevara y me dijo que no podía ser. Ante mi insistencia, me contestó muy serio que tenía que resolver un asunto, me dio un beso y se fue. Observé cómo se alejaba, y cuando dobló la esquina le seguí. Anduvo con paso rápido por diversas calles en dirección a las afueras de la ciudad; y yo, tras él, a cierta distancia, camuflado entre la gente.

Habían pasado unos quince minutos, cuando se paró en la esquina de una calle estrecha. Antes de internarse en ella miró hacia atrás por si alguien le seguía. No me vio porque me oculté en el quicio de una puerta. Cuando salí ya no estaba. Al llegar a la esquina, me asomé con cautela al interior de la calle. Bueno, más que de una calle, se trataba de un callejón sombrío, sin salida, y en cuya pared izquierda, detrás de un contenedor de basura, había una puerta desvencijada de madera. Como no tenía picaporte, la empuje con precaución y se abrió tras un leve chasquido. Pasé al interior, estaba oscuro, y cuando mis ojos se acostumbraron, vi a mi derecha una escalera que descendía, probablemente a un sótano. Por ella subía una tenue claridad. Decidí bajar, y mientras lo hacía, mi corazón bombeaba alocado en el pecho. A medida que me aproximaba al final, iba percibiendo un murmullo de voces y, después, algunos cantos.

La escalera desembocaba en una cueva amplia, en cuyo centro había dibujado un círculo con velas, y a su alrededor, unas cuantas personas encapuchadas y vestidas de negro. Mi abuelo era el único que tenía la cabeza descubierta. Dentro del círculo, una cabra estaba atada a un poste.

Al verme aparecer en la estancia, todos callaron y me miraron fijamente. Yo también les miré, sin pestañear, con la boca abierta y los pies pegados al suelo. Durante un minuto que me pareció eterno, mi abuelo clavó en mí sus penetrantes ojos azules. El silencio era denso; y el olor a humedad, cera y humo lo impregnaba todo. Nadie se movió, nadie habló y, por así decirlo, nadie respiró hasta que mi abuelo, haciendo un ademán con la mano, me dijo: “Acércate, hijo”, y el sonido de su voz potente rebotó en las paredes de la cueva. Permanecí inmóvil y dudé entre acercarme o salir huyendo. Todos me observaban expectantes, iluminados por la luz de las velas, mientras se oía el chisporroteo de los pábilos al quemarse. Por fin, sin darme apenas cuenta, avancé un paso.

Luis González.

viernes, 21 de octubre de 2011

EL JARDÍN ESTÁ DE FIESTA!!!
ES EL CUMPLE DE NUESTRA QUERIDA ROSANA!!!
FELICIDADES REINA!!!!