Inocencia
Aventurarse a salir de paseo a las cuatro de la tarde bajo el sol, y en pleno mes de agosto es casi siempre una mala idea. Y más cuando la temperatura a la sombra no baja de los 35 grados. Claro que si la alternativa es quedarse en un piso pequeño acompañada de mi hijo y mi sobrino, aficionados a las peleas como juego preferido, la salida a un parque, aunque éste quede en la otra punta de la ciudad, quizá sea una auténtica bendición.
Así que allí estábamos. Entrando en la alameda que nos regalaba su sombra y nos invitaba a descansar en aquellos bancos que dibujaban un recorrido plácido. Una delicia para mí sin duda, pero para ello tendría que haber ignorado a aquellas dos mentes infantiles y llenas de energía que ya se habían puesto a correr como potros desbocados, ajenos al calor y a mis advertencias de no alejarse.
-- ¡Mamá, vamos a ver los patos!,me pidió Carlos al descubrir el estanque. Tengo que reconocer que no tuvieron que hacer mucho esfuerzo por convencerme ya que siempre he sentido fascinación por esos animales tranquilos y sosegados que nunca me cansaba de contemplar cuando era niña. Allá nos dirigimos.
Era como una pequeña laguna tranquila. Sólo dos patos tumbados pluma con pluma. Mi hijo ya los estaba citando mientras Julián buscaba en su mochila los bocadillos que aún no se habían comido para usarlos como reclamo. Yo observaba a aquellos animales. Sorprendida por su tamaño y es que me parecían muy grandes, mucho más de lo que mis recuerdos me sugerían. Supuse que se trataría de una nueva especie, quizá más resistente a la vida en cautividad o algo así. El caso es que uno de ellos tomó la iniciativa, saltó de la piedra donde estaba y se lanzó al agua. Vino hacia donde estábamos y desde la atalaya de su cuello, pasó por delante exhibiéndose. El aleteo enérgico con que adornó su paseo y la altivez de su pico, no me dejó dudas: no le interesábamos en lo más mínimo.
Carlos y Julián, ajenos a mis pensamientos, seguían entusiasmados tratando de convencer al más rezagado de que se acercase también, ofreciéndole unos trozos de pan que, sin explicación, flotaban en un primer momento para deslizarse hasta el fondo después sin que ningún pico viiniese a reclamarlos.
Unos minutos bastaron. Aburridos, los patos se despidieron de nuestra sinfonía de grititos, gestos y ofrendas desplazándose a un rincón. Creo que la primera sorprendida era yo.
-Bueno, es que a lo mejor están un poco enfermos y no tienen hambre... o es que con tanto calor no les apetece comer ahora... --comencé a desgranar argumentos--
Pero no les hizo falta mi retórica. Volvieron a entusiasmarse –no tía, no es eso,mira ahora se han puesto a comer,vamos allí--
Era cierto. En la esquina opuesta a donde nos habíamos quedado, ahora se acababa de desatar un aleteo alegre acompañado de picotazos sobre algo que había en el agua. Pronto descubrí lo que era.
Era una paloma. Era a una paloma, que, descuidada o enferma, o vete a saber qué, había ido a buscar cobijo en la aparente placidez de aquel estanque y se debatía desesperada e inútilmente tratando de salvarse de una muerte segura y cruel. Sentí como si me estuviesen estrujando las tripas a mí también, olvidándome por un momento, de seguir respirando.
Con un ¡Vámonos ahora mismo!, di por zanjado el espectáculo.
Caminamos en silencio; no tenía ganas de hablar y ellos creo sopesaban las consecuencias de hacerlo. Con pasitos cortos trataban de seguirme, supongo que iba demasiado acelerada para ellos. Pero es que necesitaba salir de allí y pisar asfalto de nuevo. Aquellos árboles me agobiaban ahora. Me sentía bloqueada y las ideas se me enmarañaban sin lograr hilar lo que debía decir a continuación, porque estaba claro que algo tenía que decir, que explicar, que justificar y la verdad es que no sabía ni cómo... Además estaba enfadada. Enfadada con todo y con nada definido; enfadada con esos asquerosos patos, con aquella cochambre de agua verde en la que vivían, ¿cómo podían haber hecho una cosa así?
Tratando de relajarme, mis pasos se hicieron más lentos. Carlos aprovechó el momento. Se me abrazó a la pierna con la habilidad de un gato. Creo que su intención era parar a aquel tren de mercancías desbocado más que regalarme un momento cariñoso. Lo miré. Parecía divertido de aquella huida al trote.
– Mami, no te asustes, que es como en la peli de la metamorfosis de Getrix; los patos son los asesinos que viven en el planeta de los Ársedos y atacan a los hombres, es guay la peli, que la vi en casa de Mario!
-- Sí, tía y luego los hombres sónicos les atacan a ellos y luego los matan con los rayos láser de séptima generación!¿ Nos dejas ir a los columpios, vale?
Sin salir de mi perplejidad, hice un gesto con la cabeza –como medio de tragar saliva más que nada-- y ellos, interpretándolo como un sí, corrieron hacia los dichosos columpios llenando mi silencio con sus risotadas y comentarios. Despreocupados de mí y felices en su mundo de jerga asesina de nombres imposibles. Sentí algo parecido a un estremecimiento. No era frío. No. Lo que acababa de sentir ahora era miedo.
Pobre paloma. Decidió retirarse para no seguir sintiendo los picotazos de los años frente al par de pichones. Pero ahí estaban ellos para recordarle, sin falta y con sabiduría, que solo se es niño una vez.
ResponderEliminarHermoso e inquietante, _CArmen. Un placer leerte!!! Besos
ResponderEliminarInquietante naturaleza, inquitetantes niños, inquietante relato.
ResponderEliminarBuen trabajo Carmen, este relato uan vez pulido deberías mandarlo a algún sitio.
:)
Rosana
Un buen relato sí señora, y de los que te hace asentir e identificarte (con la pobre mamá)
ResponderEliminarMuy bien escrito :))