lunes, 8 de agosto de 2011

Huellas


Ella supo que estaba muerto mucho antes de que los bomberos tirasen la puerta abajo; mucho antes de que el olor llegase a ser insoportable e incluso mucho antes de que sus padres lo echasen tanto de menos como para venir a buscarlo. Lo supo incluso antes de que él mismo decidiese tomarse todas aquellas pastillas. Incluso antes.

Elisa llevaba muchos años limpiando aquel edificio y escuchando sin ser vista. Conocía todos y cada uno de los cristales, pasamanos, rincones y suciedades que se acumulaban en las esquinas y en los corazones de sus inquilinos. Había eliminado con su fregona muchas cosas, pero sobre todo, pisadas; pisadas que dibujaban historias prohibidas sobre el mármol del suelo; huellas que llegaban de la calle y en su lenguaje se aferraban al suelo murmurando los secretos que cobijaban. Y ella había aprendido a descifrarlas, a leerlas y también a alimentarse, día a día y escobazo tras escobazo, de todas aquellas miserias. Acumulaba, como si fuesen un botín, secretos de pasiones prohibidas y desencuentros. Esas eran las que más le atraían. Le gustaba saber que la vida de los demás era difícil y dura en muchas ocasiones. Que el aburrimiento y la soledad no sólo le esperaban a ella al llegar a casa por la noche. Disfrutaba con el dolor ajeno. De alguna forma se sentía menos cansada, más reconfortada.

Con Pablo tenía un presentimiento. Aquel vecino, lento y ojeroso, había despertado suinterés desde el primer momento. Había llegado hacía sólo un par de meses, en una tarde fría de octubre, con una planta mustia entre las manos y muy pocas palabras. Los murmullos de los vecinos hablaban de un divorcio; sus pisadas a Elisa además le hablaban de desesperación .Y no se equivocó; enseguida comprobó con satisfacción que el nuevo inquilino del tercero no salía a trabajar, ni se iba de fiesta, ni siquiera a hacer alguna compra . Nada. No había visitas, amigos ni compañía. Ella tan sólo podía encontrar unas cuantas huellas de sus pasos, día tras día, poco después de amanecer. Eran las de unos pies desnudos, los de él, arrastrados sin misericordia cada mañana, por el mármol recién fregado; unos pies que se alejaban de la puerta de su piso a lo largo del pasillo para llegar hasta la escalera, detenerse y volver de nuevo a la puerta de su casa. Y así varias veces hasta volver de nuevo a cerrar la puerta, en un peregrinaje obsesivo que parecía no tener fin. Pero Elisa sabía que sí, que el límite existía. La desesperación siempre tiene un límite. Y estaba convencida de que el final estaba ya muy cerca. Sólo era cuestión de esperar. Así lo hizo. Se limitó a fregar y a esperar.

Y el fin llegó; y con él un trasiego de pisadas que llegaron llenándolo todo con lamentos y preguntas que nadie supo responder. Nadie. Unos susurraron que aquello había sido terrible; alguien dijo que la vida era muy difícil de entender a veces; otros, simplemente se encogieron de hombros. Algunos se consolaron diciendo que esto era algo no del todo inesperado, por desgracia. Al final todos se fueron marchando. Y se llevaron a Pablo. Allí sólo quedo Elisa, limpiando el suelo de la entrada y molesta porque con tanta gente que había venido, ahora le tocaría fregar el rellano del tercero otra vez.